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Turrones de coco rallado

Me cubro la cabeza con la sábana y juego a no despertarme. Imagino que todos me suponen dormida y me divierto adivinando lo que sucede a mi alrededor mientras no estoy. No sé qué hora es, seguramente pasadas las diez. Esta mañana hay mucho movimiento en la cocina, como casi siempre. Puedo identificar las voces de Abuelo, de Tía y sobre todo la de Abuela. Puedo escuchar también sus pasos y hasta los gestos. Es lo bonito que tiene también esto de vivir en una casa sin puertas entre las habitaciones, donde lo público es privado y viceversa. Como en un segundo plano, detrás de las risas y las voces, detecto el rítmico sonido del rallador que con su rash, rash, rash preludia una acción que me es también muy conocida.

Llenar una olla de agua y dejar hervir.

El sonido del rallador ha cesado. Abuela controla la textura de la ralladura de la masa de coco previamente preparada por Abuelo y la vierte de a poco, con mano firme, en la cacerola humeante. Un cucharón de metal, largo y pesado le sirve de aliado y repica contra las paredes del recipiente mientras mueve de un lado a otro la mezcla blanquísima a la que se le incorporará en unos minutos azúcar de caña- probablemente azúcar prieta. El azúcar blanca o refinada es muy cara y se necesita mucha cantidad para darle sabor a cualquier dulce. No resulta rentable – dice Abuela. Ella es buena con las cuentas. Todo su vida le ha tocado repartir lo poco entre muchos y eso requiere de cálculos precisos y de prioridades bien definidas. Lo es extraño es que a pesar de esa austeridad sea la persona más generosa y complaciente que conozco.

Hervir el contenido por unos minutos y moverlo continuamente.

Los pies de Abuela parecen que vuelan en la cocina. Desde mi escondite me imagino sus zancadas de un lado a otro de la cocina y escucho las chancletas de Abuelo arrastrarse. Las de ella, en cambio, son silenciosas, ágiles y en un día recorren miles de kilómetros en los escasos metros cuadrados de la estancia familiar. Abuela pocas veces se queja. Cuando se recuesta en la cama, es porque se siente mal y ella sabe que necesita una pausa. El resto del tiempo no hay quien le haga competencia a la energía y al ritmo que le imprime a todo lo que hace. De sólo mirarla, termina una cansada. 

Cuando rompa a hervir, bajar el fuego y dejar cocinar.

Ella no lleva delantal. Lo sé. No lo necesita. Para limpiarse las manos están sus faldas. No usa soplador para avivar las brazas del carbón, para eso tiene su propio aliento. Conozco todas y cada una de sus manías por eso no me cuesta mucho ver la escena, aún con los ojos cerrados. Sé, también, que no se despegará de la olla hasta que el dulce obtenga el llamado „punto” y que en un día como hoy se siente especialmente feliz. Los postres y dulces son su especialidad. Ya sea de las frutas de temporada o no, siempre prepara algo especial para después de la cena o para ofrecerle a sus nietos y sobrinos cuando lleguen hambrientos de la escuela. 

Agregar la leche, un poco de canela y mover.

Destapo mi cabeza y el olor me abraza. El aroma del coco fundiéndose con el agua y los demás ingredientes se apodera de la habitación. Entra, sale. Se cuela por el pasillo. Llega a casa de los vecinos, les toca la puerta y les anuncia: Lidia está haciendo turrones de coco. En los últimos años Abuela ha echado mano a su habilidad dulcera para ganarse algún dinero y ayudar a la modesta economía familiar. Una vez por semana, a veces sólo dos veces al mes en dependencia de la disponibilidad de los ingredientes, prepara estos deliciosos turrones. Más de la mitad la vende entre los vecinos más allegados. El resto lo reparte entre la familia y los amigos. Los turrones de coco, en especial, suele llevarlos personalmente a una amiga que vive justo en el centro de la ciudad y es hija de sus antiguos empleadores. Es una larga historia de amistad y agradecimiento que quizás algún día debiera escribir.

Agregar un poco de agua si es necesario. Mover regularmente.

Abuela pone un poco más de carbón a la lumbre y tapa la olla. Va a sentarse, recostada a la pared justo al lado de la puerta. No sé por qué siempre escoge la misma silla desgastada y mil veces remendada. Toma un respiro. Su cabello fino y gris se le pega a la frente. Con el pedazo de cartón prieto que a veces usa para avivar el fuego se abanica. Lo sé. La temperatura de la mañana avanza, la cocción también. En la radio dan la hora: son las 11.30 de la mañana. 

Muchas veces le pregunté a Abuela el por qué de su insistencia en cocinar con carbón. Si bien la búsqueda de alternativas en estos tiempos de crisis es muy creativa, muy pocas personas recurren al carbón. Ella es enemiga de las hornillas eléctricas porque consumen mucha electricidad – que es muy cara – y son muy lentas para cocer los alimentos. De las que funcionan con petróleo no quiere saber, sólo en casos de emergencia y las de gas son un lujo impensable. “La comida sabe mejor con carbón”- me respondió aquella vez. Y tiene razón.

Apagar el fuego y dejar reposar por unos minutos.

Escucho unos pasos que se acercan. Abuela abre la puerta del refrigerador, toma una botella de agua fría y antes de regresar a la cocina se asoma entre las cortinas de mi habitación y resopla. Yo duermo aún. No hay nada que le moleste más que ver la casa a medias: media oscura, media iluminada. La habitación en la que duermo está en penumbras. El resto de la casa no. Y eso pone a Abuela de los nervios. O es eso, o le hecho de que me pierda de muchas cosas del día por dormir hasta tan tarde. No lo sé. Pero sí, debo admitirlo, muchas veces nos hemos peleado por ello. Ella puede ser muy mandona cuando quiere, y yo demasiado rebelde. Es mediodía, dice el locutor de la radio.

Abuela golpea la cuchara ahora y la escurre contra las paredes de la cazuela. Tiene dos trapos en las manos y con mucho cuidado baja del fuego la enorme olla. La pone cerca de la ventana. Bate el aire. ¿Será que alguien quiere ayudarme a lavar la olla? – pregunta en voz alta. Y de un tirón me levanto finalmente de mi sopor. Las raspaduras del fondo de la cazuela es uno de los muchos premios que Abuela disfruta repartir entre sus nietos. Otras veces cuando llega la época de maíz, la lucha es por los restos de la harina dulce que prepara cuando aún las mazorcas están tiernas y jugosas. En otras ocasiones el premio/juego consiste en “ir a la playita” en la tarde del sábado o el domingo. Abuela llena una vieja bañera con agua fresca, se arremanga los vestidos y se sienta en medio de la superficie líquida y deja inaugurada así la “playita”. Allí nos metemos a su lado todos los nietos después del mediodía para aplacar el calor insoportable de los meses de verano. Pero por las raspas siempre hay disputas. Yo lo sé bien. 

Mover la mezcla y formar pequeños turrones con la ayuda de una cuchara sopera. O bien dejar enfriar y servir con canela al gusto.

Los turrones de dulce de coco rallado se exhiben ya orgullosos frente a la ventana abierta de par en par. La cazuela va quedando vacía. Abuela, recostada a la meseta con una pierna apoyada sobre la otra como haría una “garza”, descansa. Me mira y sonríe satisfecha. Mi cara soñolienta junto a un vaso de leche y un pan tostado es todo un poema. A un lado, descansan humeantes los turrones formados milimétricamente en filas de a 4. Tienen un color especial, dorado. Son casi idénticos y despiden un aroma inigualable. Creo que nunca más sentí un olor así. Nunca más probé algo así. Y en la radio dan ahora las noticias.

A ti abuela con amor hasta la eternidad y más.

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