Hoy yo no voy a la escuela. Estoy enferma. Abuela y Tía me escucharon sorprendidas como quien de repente no reconoce a la persona que tiene delante de sus ojos. Ellas lo saben. Nunca fui de las que se buscaron excusas para faltar a clases. En realidad, la escuela siempre me gustó, incluso, a pesar del bullying. Pero esta vez era diferente, me estaba muriendo, mejor dicho me estaba desangrando.
Recuerdo que faltaban escasos minutos para las ocho de la mañana y yo aún en la cama, me retorcía de dolor dando alaridos hasta que por fin Abuela se acercó y de un tirón separó las sábanas dejando al descubierto una mancha roja que se ensanchaba en el medio del colchón. Con una mirada cómplice, sonrió aliviada y me aseguró: no te estás muriendo. De una vez me ayudó a incorporarme ofreciéndome su brazo y como si hubiera estado ensayando este ritual desde hacía mucho tiempo caminó, a mi lado, hasta el baño. De una bolsa sacó unos paños y los dobló cuidadosamente en forma de pequeñas compresas como ésas que te ponen en la frente cuando tienes fiebre.
Las compresas olían a limpio, a ropa hervida y planchada. No puedo decir que me desagradó su contacto. No eran suaves, pero tampoco ásperas. Sólo se notaba que habían sido estregadas, desinfectadas y rehusadas muchas veces, algo que, en su momento, debo admitir, me causó un poco de repulsión. Esa mañana acomodé, con torpeza, uno de aquellos paños en el interior de mi blúmer y las minúsculas gotas de sangre cayeron de inmediato formando otra mancha irregular en el medio de la tela. Terminé de vestirme, dudando aún si podría salir en público. Me sentía, a pesar de tanta protección, expuesta. Era una sensación extraña, nueva, incómoda. La compresa formaba un bulto protuberante entre mis piernas y al caminar se me hacía imposible unirlas y notaba que mis piernas adolescentes parecían, ahora sí, las patas de una garza, desparramadas sin control mientras trataba de coordinar también mis caderas. Recuerdo claramente el peso de la tela, ensopada por la sangre, y sentía cómo aumentaba de tamaño rápidamente.
“Me duele mucho, debo ir al médico”- les dije sollozando y Abuela y Tía reían de mi aspaviento: “Ve acostumbrándote que esto será así todos los meses de tu vida”. Y yo lloraba. Pensaba en cada mes de mi vida y lloraba con más fuerza aún. Tía corrió al fogón donde a esa hora se preparaba el almuerzo y en un recipiente con agua puso dos cebollas en trozos a hervir. “Eso alivia”, aseguró. “La cebolla te ayuda a bajar los coágulos y evita que te duela más”, argumentó con énfasis y el olor agrio de los pedazos blancos salía de la cazuela y flotaba ya en el aire de la cocina hasta quedarse suspendido como una nube.
No te preocupes. Mañana estarás mejor – decían.
Es extraño cómo los recuerdos de ese día permanecen aún tan nítidos en mi memoria: la sensación de estar enferma sin saber muy bien de qué y sintiendo al mismo tiempo que todo me dolía, de no saber siquiera cómo orinar, ni cómo excretar con aquella sangre que brotaba siempre más al menor esfuerzo. El único alivio por momentos me llegaba al recoger las piernas a la altura de mi vientre y hacer presión. Pero ni con esa técnica lograba mejorar del todo y cuando el dolor arreciaba me iba la cama de mis abuelos, el único lugar donde, suponía yo, se curaban todos los males. A esa hora radiaban la famosa novela de las diez y Tía sentaba a mi lado me acariciaba el pelo revuelto, como siempre ha hecho para ahuyentar mis demonios, y juntas intentábamos concentrarnos en las historias de amor que un locutor de voz engolada se empeñaba en describir minuciosamente. Sentía una paz tremenda, me sentía protegida pero el dolor no cesaba. En algún momento la tranuilidad se interrumpió con la voz de Abuelo preguntando: “¿qué le pasa?” y Abuela, con un susurro cómplice le respondía: “Ha matado el puerquito”.
Yo desde la cama escuchaba todo y no sabía si odiar más a este nuevo período o a la forma de llamarlo. ¿Un puerquito? ¿De verdad?
El almuerzo estaba servido pero mis fuerzas y deseos no alcanzan ni para levantarme de la cama. Hubiera preferido quedarme allí eternamente en el regazo de Tía y apretar bien las piernas para que se detuviera finalmente aquel río rojo. Sin embargo, Abuela logró convencerme, una vez más y me senté a la mesa en la terraza amplia y fresca, evitando pensar en la carne del famoso puerquito y en las miradas de alegría y lástima que todos me profesaban. Tardaría algún tiempo en entender el motivo de aquella felicidad ajena.
¿De verdad, un puerquito? Debe ser una broma.
Aquella, la tarde de mi primera menstruación, durante la siesta Abuela se recostó también en la cama y comenzó a hacer algo que yo adoraba: contarme historias del pasado, de su familia, de sus amigos, de los vecinos, de la ciudad. Pero esta vez dio inicio con una advertencia: “Cuando se tiene la regla hay que tener mucho cuidado. Hay cosas que no se deben hacer en estos días, como lavarse el pelo, por ejemplo”. “¿Por qué?”– le interrumpí. Hacía años hubo una sobrina de noseque tía que se volvió loca por lavarse el pelo en los días de la menstruación. “Perdió la cabeza”, enfatizó Abuela haciendo un movimiento circular con su dedo índice cerca de las sienes. A esa hora aparecieron toda clase de leyendas urbanas con mujeres desquiciadas que corrían bajo la lluvia, montadas al pelo en el lomo de un caballo brioso. De otras que deambulaban por las calles hablando solas, de algunas que perdieron a sus hijos por una maldición, de las que nunca se casaron. A Abuela se le tornaba la mirada gris de solo imaginárselas y Tía bajaba la cabeza con sierta trsiteza. Luego, muchos años después, sabría que muchas de esas llamadas “locas”, no eran más que mujeres víctimas de la estigmatización de un pueblo ignorante que las convirtió en leyendas urbanas para amedrentar a generaciones de mujeres y hacerlas temerosas, incluso de su propio cuerpo. Abuela y Tía habían llegado a creer quizás muchos de estos cuentos, a falta de más explicación científica y porque quizás será verdad aquello que una mentira mil veces repetida termina, lamentablemente, por convertirse en verdad. Pero aquella tarde mientras el aire con olor a mangos se colaba por la ventana de la habitación yo miraba a aquellas dos mujeres y rogaba por no caer nunca en ningún descuido, Dios mediante. “Ahora cuando quieras cambiarte, no debes botar los trapos que te quitas sino enjuagarlos, lavarlos y tenderlos al sol para que los puedas usar nuevamente”- dijo finalmente mi Abuela.
Recuerdo que por mucho tiempo creí que sólo las mujeres de mi familia cargábamos con la fatalidad de lavar a mano en las palanganas enormes nuestros paños de la regla y que sólo nosotras por nuestra economía austera, debíamos reutilizarlos porque comprar compresas en las tiendas era un lujo impensable. Ahora sé que aquellos, fueron tiempos duros para todos, o para casi todos, en la isla. Pero aún así jamás olvidaré la vergüenza que me provocaba y cómo, ante la menor oportunidad, intentaba deshacerme de aquellos trapos ensangrentados echándolos a la basura, mientras la voz de mi abuela retumbaba en mis oídos con sus regaños y me hacía ir disciplinadamente a recogerlos, lavarlos y tenderlos al sol. Me apenaba con mis primos, con los demás hombres de la familia, con los amigos, me sentía sucia haciendo cosas sucias. Y era una suciedad que llevaba a todas partes cada mes. Lo peor era en la escuela si alguna vez terminabas con el uniforme manchado o si alguien descubría que en lugar de compresas industriales usabas paños. Se burlaban de ti y hasta te gritaban “cochina” a la salida o te dibujaban con un charco de sangre en la pizarra del aula. Muchas de mis compañeras y amigas fueron más de una vez abucheadas en el salón de clases o a la hora del receso por llevar en las faldas aquella señal inequívoca de feminidad.
Otro tema que llegó con la “matanza del puerquito” fue el cuidado que debíamos tener a partir de entonces con los varones. Aquí tampoco faltaban las historias de horror. En aquel momento, los chicos comenzaron a darme un poco de miedo. Recuerdo que aquella ilusión de besos románticos o miradas furtivas, cartas y fiestas juveniles se oscurecía con la idea de que podría quedar embarazada al menor descuido. Hablar de aquellos temas en clases me ruborizaba, y creo que no sólo a mí. Durante las explicaciones que la profesora de Biología nos daba sobre la sexualidad, los aparatos reproductivos de hombres y mujeres, recuerdo que miraba de reojo a mis compañeras y compañeros que aseguraban haber tenido encuentros sexuales y notaba como les saltaba la vergüenza al rostro. La anatomía no parecía tan ajena como antes, pero, sobre todo, daba la impresión que padres, profesores y familiares nos responsabilizaban, ahora sí, con mucha más fuerza de nuestros actos y comenzaban a vernos diferente. Éramos diferentes y comenzábamos a ser conscientes de ello.
Con los aires frescos de la tarde en la terraza de la casa de Abuela y la infusión de cebolla de Tía, el dolor del vientre fue cediendo. Pero aún me sentía débil y tenía en las caderas una extraña sensación que iba descendiendo como un hormigueo hasta las piernas. Con el paso de los meses acabé por adaptarme a los dolores, a los calambres, escozores, a la presión arterial baja y a todos los muchos cambios corporales, anímicos que me trajo la regla. Creo que, en buena medida, la relación con ella se volvió con el tiempo más madura, afable y menos traumática. Siendo la vida lo que es, un constante aprendizaje, entendí finalmente que no estamos sucias al menstruar, que se puede amar también durante estos días, que no es el fin del mundo, aunque a veces lo parezca y que muchas formas ecológicas y sostenibles de cuidar nuestra higiene. Sin dudas el reciclaje de compresas de tela es una de esas alternativas viables. ¿Quién lo diría? ¡Finalmente Abuela llevaría razón en esto de lavar los paños de la regla! Debo sólo admitir que el término de “matar el puerquito” nunca acabó por gustarme.