Jean jadea aún sobre el cuello sudado de Severine y un hilo de saliva le sale por la comisura del labio grueso, prominente. Son casi las siete. Severine espera, paciente, debajo del cuerpo inmenso del hombre y prefiere no perturbar esos segundos de éxtasis que siguen a la eyaculación. A Severine no le gusta molestar a Jean. Nunca. Mucho menos en un momento así. El aire le falta y sus pechos se aprietan hasta doler por el peso de aquellos kilos en su espalda, pero decide no moverse, se queda quieta.
La habitación tiene unas ventanas de cristal por dónde se cuela la tenue luz de la luna y por dónde, con certeza, se habían escapado también sus gemidos minutos antes. A Jean no le importa eso de la gritadera, Severine cree que incluso se excita aún más cada vez que ella gime o llora.
Severine recuerda en ese instante, aún desnuda y con la cara pegada a la almohada, aquella noche en la que no eran más de los ocho cuando él quiso penetrarla y tras una de sus embestidas soltó un grito de dolor, del que hasta ella misma se asustó.
Severine cree que Jean la ama. A su manera, pero la ama. Quizás, porque ella no ha conocido nada diferente, ni mejor, ni peor. Sólo ha tocado el cuerpo oscuro, brillante y la verga grande y doblada de Jean. Sólo sabe de sus manos toscas, de sus besos como muecas y aquellas violentas embestidas que en más de una ocasión la habían dejado en cama por varios días. A esas noches intensas de amor le debían dos criaturas: Priscila y Mathilde. Unas niñas de ocho y diez años respectivamente a las que Jean nunca reconoció. Aunque todo el mundo sabe, sobretodo él, que no podrían ser de nadie más.
Severine cumplió recién 35 años, pero parece que en ella cada almanaque se multiplica por dos. Tiene la cara cansada, descuidada, las piernas hinchadas, el pecho enorme y el abdomen, que la hacen parecer más vieja y ella en realidad se siente así, vetusta. Antes de concebir a las dos niñas, tenía caderas anchas y un asomo de cintura, las piernas redondas, pero no inflamadas y su cara, de perfil, podía decirse que tenía cierto aire de belleza oriental. Ahora, Severine ve más cerca que antes el fin de su vida y cuando alguna vez tiene tiempo de mirarse al espejo o cuando pasa por la vidriera de alguna tienda, no puede evitar mirarse con cierta lástima como si en ese momento esa mujer que se dibuja en el reflejo fuera otra y no ella. Llegar a tener lástima de una misma tiene que ser algo grave, no debe ser bueno, se dice, mientras yace aún debajo de Jean.
Tras unos minutos que parecen una eternidad Jean comienza a moverse. Saca el miembro, flácido, y se tira boca arriba al lado de Severine. Su respiración se va calmando y la barriga se alza como una montaña enorme llena de cabellos encrespados. Ella sigue con la cabeza de lado, bocabajo, aún en la misma posición. Jean recobra el aliento y con dificultad se incorpora. Se ducha, se viste y saca de la caja de cigarrillos uno y lo enciende con apuro delante de la ventana. Siempre frente a la misma ventana, siempre la misma secuencia, una y otra vez, desde hace más de veinte años que la busca para revolcarse unas horas en esta habitación o en algún descampado de camino al trabajo.
La habitación sigue en tinieblas. A Jean parece no impórtale que ella esté tendida sobre la cama ni que apenas se mueva. El cigarrillo se termina y Jean lo tira al suelo mientras mira a Severine y le da una palmada en la nalga abultada, descubierta. El golpe hace que el cuerpo también oscuro de Severine se mueva. Jean se calza los zapatos y masculla algo en voz baja. Recoge el vestido del suelo y se lo tira, cubriéndole parte de la espalda. Severine no responde. Jean se para en la puerta y le habla. Pero ella no reacciona. Tengo que trabajar le dice y sale cerrando la puerta de un tirón.
Jean es un hombre solo y pasa de los cincuenta. Lleva todo el día una gorra roja llena de mugre en la visera y fuma con nerviosismo siempre que le hacen esperar. Conoció a Severine por una compañera de trabajo y sabiendo que casi le doblaba la edad cuando se conocieron, no dudó en pretenderla y robársela de casa del padre cada semana cuando aún tenía 16 años. Esta noche tiene nuevamente su turno de guardia como cada martes.
Severine tenía 35 años cuando Jean la encontró, a la mañana siguientem tendida sin vida en medio de las sábanas empercudidas de la habitación. Tuvo un entierro discreto en el cementerio municipal y sus hijas, luego de acompañar el féretro, fueron conducidas por una asistente de la seguridad social a la casa de niños sin familia. Jean, luego de dar sus declaraciones a la policía y tras el resultado de la autopsia que lo exoneraba de culpa, continuó trabajando tres veces por semana haciendo guardias en el garaje y, según cuentan, nunca se le conoció otra mujer.
En memoria de Said Vargas Esperance
Fuente de imagen: foto de Dianela Cano Rodríguez