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Segundas oportunidades

No creo en segundas oportunidades, había dicho. Y sabía que con sólo pensarlo estaría obligándose a no confiar jamás en nadie, o lo que era peor a dejar de creer en el otro. Pasarían los años. Pasarían varias personas más por su vida, cada una de ellas más imperfecta, más inquietante, más interesante; y ella seguiría aferrándose a esa costumbre de darse por vencida a la primera decepción.

Un día de otoño caribeño regresaba a casa haciendo el mismo recorrido de cada día, guareciéndose del sol entre los mismos desgastados edificios y las hileras de robles blancos, cuando tropezó con él. No lo había visto en años. Está más viejo – pensó. Su reacción fue la de bajar la vista e ignorarlo. Pero, era demasiado tarde, estaban a escasos metros. No había escapatoria. Un “hola” taciturno fue todo lo que salió de su boca pero la mirada que cruzaron, en cambio, dijo mucho más y echó la máquina del tiempo casi 15 años atrás y la detuvo en plena calle a las once de la noche. Juntos salían de la primera de muchas películas que verían juntos. Fue un filme de aventuras o quizás fantástico. Con certeza, después de tanto tiempo, ninguno de los dos recordaría el nombre exacto.

Esa noche era la segunda vez que quedaban luego de muchos intentos fallidos. El universo, ellos mismos, las incomprensiones, la familia, todo conspiraba en su contra. Ya ella había desistido y él en ocasiones parecía haberse resignado a la idea de que no se volverían a ver. Pero finalmente, aquella noche los astros se alinearon y lograron salir por una pizza para luego terminar comprando con disimulo dos tickets en el cine Pairet. Nadie va ese cine si no es a enrolarse amorosamente. Ella lo sabía, él también, pero la certeza parecía no molestarlos.

El cine Pairet es uno de esos dinosaurios sobrevivientes de la otrora belleza y esplendor de una ciudad agonizante. Tiene, a pesar de los muchos años y el deterioro, un aire de elegancia y distinción como pocos edificios de su época. Lo cierto es que a ese día entresemana no quedaban más opciones. Al acercarse a la entrada el hombre de la taquilla los miró de arriba abajo, inquisidor, quizás imaginándose no sé cuántas cochinadas. Les vendió las papeletas y con un ademán advirtió que la película estaba a punto de comenzar.
El pasillo tapizado en rojo que se abría a las lunetas estaba oscuro y olía a viejo; viejo como él en aquel tropiezo fortuito de esa tarde de otoño. A ambos lados de las hileras de asientos se extendían unas tímidas luces. La acomodadora se adelantó y señaló con el foco amarillento de su linterna dos asientos en el medio de la sexta fila. Los ojos demoraban en acostumbrarse a la penumbra casi absoluta y ella se dejaba guiar dos pasos detrás. No había nadie en toda la sala.  Pero igualmente se les habían asignados esos puestos, quién sabe por qué. De momento la pantalla se iluminó y comenzaron a rodar los créditos de presentación. Se abrazaron.

Al salir del cine eran pasadas las once de la noche, lloviznaba y el hombre de la taquilla seguía intentando entablar algún tipo de complicidad con la mirada. Ellos se despidieron con un escueto “buenas noches”, evitando cualquier comentario. A esa hora no había mucha gente en la calle. Los taxis pasaban de un lado a otro, el bus también. Él la cubrió con su brazo, protector y dulcemente la apretó contra su cuerpo todo el trayecto a pie hasta la casa. Los vecinos dormían y la bombilla intermitente de la esquina jugaba a dejarlos, nuevamente, en penumbras. Con un movimiento suave la atrajo hacia él, se inclinó y la besó en la frente. El contacto suave de su boca le provocó un agradable cosquilleo. Ella quería allí mismo abandonarse a sus besos y a sus caricias. Pero no pasó mucho más.

¡Muchas gracias! – le susurró él al oído. ¿Gracias? ¿por qué? – preguntó ella. Por esta segunda oportunidad, por permitirme hacerlo mejor, – dijo él y se despidió sonriendo.

Esa tarde de otoño mientras se dirigía a casa y luego del fugaz reencuentro, más de una década después, pensaba en las segundas oportunidades, en las veces que nos damos por vencidos a la primera derrota, en las veces que juzgamos al otro sin darle la posibilidad de resarcir su error, en las muchas ocasiones que los demás o nuestros propios prejuicios terminan decidiendo nuestros actos, en las muchas buenas cosas de la vida que nos perdemos por tanto pensar.

La parada del autobús estaba vacía a esa hora de la tarde y el sol iba cediendo y con él el bochorno del día. Bordeó la plaza donde a esa hora se dan cita los pensionados y los niños al salir de la escuela. Eran casi las 6. Miró vagamente a su alrededor sin reconocer a nadie y casi sin querer reposó su mirada en un extraño pedazo de cielo azul que se escurría entre dos señoras que hablaban desanimadamente del calor y del transporte público. ¿Qué hubiera sido de ellos si jamás hubieran llegado a verse en aquel cine, ese día, después de la pizza? – se preguntó. Sin dudas otros recuerdos más o menos felices ocuparían ese espacio en la memoria de los casi 10 años de relación compartida, pero – ¿serían ellos los mismos? –

Y sí, el cielo es especialmente hermoso a esa hora del día.

 

 

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