Al altar de San Lázaro lo cubre una manta de satín violeta con ribetes dorados que se desliza a lo largo de los cuatros niveles que alcanzan casi el techo de la vivienda. En el primer nivel, justo en el piso, hay palanganas con agua y yerbas aromáticas. Luego le siguen las naranjas, rechonchas y algún que otro coco cortado a la mitad. En el medio comienzan las velas, muchas de ellas en platicos chamuscados donde la cera se va derritiendo a su antojo. Los dos últimos niveles del altar están reservados para los dulces: hay cocada, pastel de guayaba, flan de calabaza, dos cakes y turrones de dulce de leche, merenguitos también. En lo más alto puede verse la imagen de culto de Babalú Ayé con su vestimenta ahajada, acompañada de flores blancas.
En casa nunca se alumbró a San Lázaro, ni a ningún otro santo. Pero ese día, sí celebrábamos un cumpleaños. Mi abuelo, había nacido coincidentemente en esta fecha, algo que a sus padres no pareció importarle porque no lo bautizaron Lázaro sino Armando. Sí, fue de siempre una familia muy atea. Además, abuelo era muy malo para recordar los cumpleaños, no dudo que olvidara incluso el suyo propio, quizás también en ese afán de no aceptar el paso natural de los años. Si acaso el de mi abuela lo tenía presente porque ese día sí se esperaba y se preparaba en la familia un buen jolgorio o porque era, simplemente, el aniversario del amor de su vida.
De niña solía visitar los altares de San Lázaro en todo el barrio, donde además de mucha comida, siempre había música al ritmo del clásico Viejo Lázaro de Dan Den y buen ambiente. Era un cumpleaños que se festejaba con alegrías, como si fuera el de un niño. Yo iba con mi tía, mi hermana y mis primos a husmear en las casas de los vecinos devotos y en todas éramos invitados a mojarnos con agua bendita y escoger de un tazón un papelito doblado con frases de buen augurio. Además, se nos invitada a volver, en la mañana del próximo día y justo antes de ir a la escuela, para disfrutar de todas las delicias gastronómicas que se ofrecían al santo.
Durante mi niñez recuerdo muchas bromas en casa alrededor de esa fecha y la coincidencia del nacimiento de nuestro cumpleañero. Nunca olvidaré una vez en la que al llegar de la escuela decidí que erigiría un altar y allí sentaría a mi abuelo y todas las personas podrían venir a adorarle en su día. Entre algunas sábanas viejas encontré algo parecido al manto para el vestuario de harapos semejante al de la imagen del Santo que ayuda a los enfermos y necesitados. Mi abuelo me siguió el chiste y se envolvió en las piezas de tela y solemnemente se sentó en la silla que le había preparado en la cima de dos cajones de madera cubiertos con sus respectivas mantas de satín. Una vela encendida a su costado, dos naranjas, un plato de arroz con leche recién hecho, un ramito de flores del jardín y una palangana con agua bendita conformaban mi versión de la festividad. Añadí luego un poco de música, de la que tocaban a esa hora en la radio local y rocié con colonia de flores el atuendo. Mi abuela, mi tía y mi hermana reían sin parar alrededor de nuestro pequeño santo pero, aún entre carcajadas, mi abuela me instó a terminar pronto el performance pues no era bueno jugar con cosas sagradas.
Como era de esperar mi altar duró bien poco. Todos terminamos exhaustos sobre la cama de mis abuelos, riéndonos aún de nuestra creatividad. El arroz con leche y las naranjas quedaron para la merienda antes de dormir, la vela se apagó para usarla en el próximo apagón y el recuerdo de aquella ocurrencia nos acompañó durante años, bien presente en nuestras memorias que en ocasiones lo evocaban desatando de inmediato una sonrisa. Puedo asegurar que incluso nuestro Lazarito recordaría aquella tarde a pesar de su insistencia en escabullirse del onomástico.