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Las 4 y 20

 

A las 4 y 20 terminaban las clases, quizás un poco después. Si algún profesor del 5to turno se quería hacer el gracioso podía dejarnos hasta mucho más tarde, lo que significaba en horario normal: llegar de noche a casa.

Esa vez salimos temprano. O quizás era verano. No recuerdo bien. Lo que nunca olvido es ese sol abrazador que en algún momento de la tarde se detenía en un punto al final de la calle y casi te cegaba de tanto resplandor.

La blusa blanca se pegaba a mi espalda y yo trataba de airearla a fuerza de abanicarme con una libreta escolar. ¡Gracias a dios llevábamos faldas! Porque no hubiera querido imaginarme, en el eterno verano de la isla, con un pantalón largo como el de los chicos.

El pelo, siempre recogido en un moño, variaba de lugar según el día y el tiempo disponible para arreglarme. Por aquel entonces mi cabello experimentaba ese proceso de crecimiento lento, irregular e irritante de quien lo ha llevado por años corto y decide un buen día dejarlo crecer. Esta decisión, se puede decir, fue una apuesta por la supervivencia. Si quería sobrevivir en la escuela secundaria tenía que terminar con aquellos cortes horrendos que me hacía mi madre para liberarnos de los piojos y otros demonios que acechaban en la escuela primaria. Y lo cierto es que ni así me libré de ellos. Dejar crecer mi cabello, nuevamente, sería para mi la carta credencial que me permitiría recorrer sin sufrimientos el nivel secundario. Sólo que no sabía que el proceso iba a ser igualmente duro y doloroso.

Ese día de verano ingresamos a la calle de aceras apretadas que conectaba la escuela con nuestro barrio. Los carros circulaban sin pausa a nuestro lado y nosotras, mis compañeras y yo, íbamos en fila “india” intentando no caer en el contén. Igualmente seguíamos hablando. Unas parloteaban más, otras como yo, sólo callaban y asentían o negaban cuando era preciso dejar algo en claro.

Aquella tarde calurosa, no recuerdo de que mes, yo no era la última en la fila. Detrás de mí, dos de mis compañeras reían y escandalizaban por cualquier tontería. Que si fulana le dio un beso a mengano, que si el próximo fin de semana hay “descarguita”, que si ya salió el último video de los BSB, cosas así por el estilo.

En algún momento escuché que una de ellas dijo mi nombre. No entendí lo que había dicho, así que al darse cuenta de mi indiferencia lo repitió a voz en cuello como para que el mundo se enterara: “¡Qué pareces una quincalla con ese pelo así!” No respondí. Nunca lo hice.

¿Qué es una quincalla?, me pregunté. Una quincalla, me explicó mi abuelo, se le conocía en Cuba a esa especie de bazares de barrio donde se vendía de todo un poco, baratijas.

Y sí, yo parecía una quincalla. Y no una cualquiera, sino una de ésas en las que no cabe nada más y que las cosas cuelgan desparramadas, sin lugar ni sentido fijo, una de esas quincallas marginales, sin gusto, sin gracia. Así era mi cabeza.

Usaba decenas de ligas y hebillas en el cabello para controlarlo y parecer lo más peinada posible. Siempre debía estirar con fuerza mis rizos y con la ayuda de estos accesorios, mantenerlos dominados durante el horario escolar. En cambio, la mayoría de mis compañeras y amigas tenían cabellos larguísimos, lacios. Yo no era como ellas. Eso lo sabía. Sólo que en aquel entonces observaba, quizás con algo de envidia, que para ellas la vida era mucho más fácil, menos estresante. Les bastaba una coleta para recoger su cabellera o incluso, en el mejor de los casos, dejarla suelta a merced del viento. Yo no podía. Ni yo, ni mis primas, ni mis compañeras de aula que tenían el “pelo malo”. A nosotras ese tipo de libertad no se nos estaba permitida. Si lo hacías, corrías el riesgo de ser sentenciada con tres años, o más, de burlas.

Esa tarde de un calor irresistible, de un mes incierto que aún hoy no recuerdo, me di cuenta que sin importar lo que hiciera iba a cargar por siempre con aquella “letra escarlata”. No había remedio. Sólo restaba esperar tener un poco más de edad para comenzar con los tratamientos alisadores que hasta entonces mi madre había evitado porque representaban probadamente un peligro para mi salud. De esa manera podría intentar camuflarme entre los demás y llevar una vida “normal”, siempre y cuando no lloviera.

Al llegar a casa el sol de aquella tarde había cedido. Dejé el bulto de libros y corrí al baño. Mire a la pared y agradecí no tener frente a mí un espejo que me recordara cuan grotesca era mi imagen. Lavé mi cara, mis brazos, retiré los pasadores enredados en la maraña de pelos y luego, muy lentamente, presioné con la mano mojada el cabello plegándolo, alisándolo.  Respiré aliviada y volví a colocarme, meticulosamente, una a una, mis hebillas y ganchos mientras pensaba: la secundaria no es eterna. 

Y no lo fue. Pero el estigma, desgraciadamente, aún persiste.

Pasarían algunos años más, algunas tardes de verano como aquella y muchos aprendizajes, hasta el día en el que decidí ondear orgullosamente mis rizos. Recuerdo muy bien que iba por la misma calle estrecha, bajando hacia mi barrio, con ese desenfado propio de los “merolicos” o vendedores ambulantes, herederos de aquellas antiguas quincallas. En tanto el sol tórrido de ese día llegaba a su fin y terminaba por esconderse justo detrás de las últimas casas de mi cuadra. 

 

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