Renens es la próxima estación luego de Lausanne. Podría decirse a primera vista que es un pueblo pequeño, una barriada, pero en realidad es uno de los distritos más poblados del cantón Vaud. Ese día, por las predicciones de tormenta local pronosticadas, la estación del tren estaba semidesierta. Aún así, podría decirse, había bastante movimiento. Catherine me había comunicado en su último mensaje de WhatsApp que me esperaría allí mismo, por lo que no me preocupé demasiado en tratar de entender la organización del lugar y orientarme.
El tren arribó puntual y Catherine también. Nos reconocimos de inmediato y luego de intercambiar abrazos y saludos nos dispusimos a encontrar un sitio tranquilo donde poder charlar. La calle que tomamos se empinaba desde la estación de trenes hasta el interior de Renens, con aceras estrechas y casas de fachadas antiguas donde algún que otro negocio mostraba orgulloso sus anuncios. El sol comenzaba a salir entre los nubarrones, el viento cedía su velocidad de unos 200 km/h alcanzados la madrugada anterior y yo sonreía pensando en aquel refrán de mi pueblo que asegura que siempre que llueve, escampa.
Ya en esta parte de la Suiza la rutina matutina se torna un tanto afrancesada y se ve la gente tomar tranquilamente sus cafés acompañados de croisants, o comprar la baguette en la boulangerie más próxima. Me gusta este ritmo, pensé.
Luego de un par de cuadras Catherine se detuvo frente a un establecimiento de aspecto bastante tranquilo y discreto “Aquí podremos conversar con tranquilidad. Y la pâtisserie es muy buena”, acotó. La dependienta nos saludó con un Bonjour Madame” afable y preguntó de inmediato que queríamos de beber o comer. Yo elegí un té, ella un café. Ese día me daría cuenta además la forma reiterada en que usan Madame los franco- parlantes.
Como si nos conociéramos de toda la vida y luego de muchos años nos reencontráramos, fue esa conversación. Ella me hablaba y yo sentía que la conocía de antes. De otra vida quizás. Yo no quería que aquella pareciera una entrevista clásica, de hecho, no lo era. No había enviado preguntas anticipadas, ella no las demandó y creo que quizás fue lo mejor.
Catherine Zuaznabar conserva aún ese aire de habanera desenfadada, segura de sí misma que se sabe dueña de piropos, de miradas, y las acepta de buena gana, naturales como ella. Me cuenta que ha hecho un espacio en su rutina de madre y entrenadora para nuestra conversación y siento que se alegra con la plática. Le pregunto sobre el clima en Renens, de cómo paso la noche anterior con ese viento, “yo no dormí”, le digo. Imagino que lo notara por mi cara soñolienta de esa mañana. Entre uno y otro tema no puedo evitar los elogios. Le comento de mi impresión luego de ver el video de Bolero, donde estuvo fantástica allá arriba siendo el centro de esa mesa roja, imponente, con una fuerza y una energía increíbles.
A veces te preguntas, ¿voy a llegar al final? Porque hay que irlo sobrellevando ( Bolero). No puedes empezar tampoco tan fuerte. Maurice fue muy preciso en todo lo que quiso.
La primera vez que vi una grabación de la puesta en escena del Bolero de Béjart me llamó la atención que la mesa parecía levitar, estar suspendida en el aire. Esa mañana mientras Catherine comenzaba a degustar su café le pregunté, ingenuamente al respecto.
Yo creo, según mi experiencia, que esa suspensión se la da la mujer con el movimiento. Es la fluidez que puede dar la impresión de estar volando.
Cuando hacía el Bolero en el personaje de la Melodía (que fue interpretado también por hombres) tuve la sensación de que iba descubriendo poco a poco partes del cuerpo; primero las manos, seguido de los brazos, etc. Como toda pieza musical existe melodía y ritmo. En el caso del Bolero, el Ritmo que es interpretado por los hombres, se va incorporando a esa sinfonía con cada una de las figuras que realiza la mujer.
Para mí el Bolero es una coreografía que busca el crescendo y esto lo puedes percibir desde el propio comienzo con los movimientos, los cambios de luces y la incorporación de los hombres a la coreografía.
Los gestos de Catherine son gráciles cuando habla, incluso sentada de espaldas al resto de los comensales del pequeño café. No exagera ni siquiera la voz, o la risa cuando de momento recuerda algún que otro pasaje divertido. Yo, en tanto, le sostengo la mirada y escucho con atención las historias de su paso por uno de los colectivos danzarios más prestigiosos de Europa. Es difícil, cuando se le conoce así imaginársela sobre la mesa roja del ballet El bolero, elevando primero las manos y los brazos junto a la cadencia sensual de la pieza musical de Maurice Ravel, compuesto por el músico francés en 1927 como un encargo de la bailarina y coreógrafa rusa Ida Rubinstein. La obra ha sido una de las orquestaciones más aclamadas en la historia de la música. Béjart tuvo la idea, a inicios de los 60’, de que una mujer, a veces con la figura de un hombre detrás, debía ser el centro de su versión del Bolero, que la luz, mejor dicho, las sombras, debían ser protagonistas también de la puesta y que el marcado sincronismo de movimientos repetitivos llevarían al espectador a un clímax sensorial único e irrepetible.
Un día estábamos sentados comiendo y Maurice me dijo, Catherine vas a bailar el Bolero. Yo me quedé muda porque siempre había visto a grandes bailarines hacerlo y sabía que era un ballet que no le daban a todo el mundo. Para mí fue un gran honor. Es un ballet muy lindo y como todos los ballets de Béjart tienes esa libertad de buscar tú misma, de encontrar otras cosas que le pueden aportar a la coreografía.
Foto Ilia Chkolnik (Cortesía de la entrevistada)
El Béjart Ballet de Lausanne ha sido desde su fundación en 1987 un referente coreográfico y una escuela para artistas de todo el mundo. El maestro Maurice Béjart y sus creaciones renovadoras abrieron a un público más amplio el ballet, como manifestación artística. Rite of the spring, Bolero, The Ninth symphony y Ballet for life, son algunas de sus obras más aplaudidas en escenarios de Japón, Bélgica, Estados Unidos y Rusia. Cuenta Catherine que las ovaciones del público de pie parecían interminables y que el poder recibir esa acogida y reconocimiento de amantes del ballet de todo el orbe ha sido uno de los regalos más lindos y preciados que le ha dado la vida.
Me acuerdo mucho también de Atenas cuando bailamos en el Coliseo. Eran alrededor de 4 mil personas. Fue impresionante. Otras de las tantas ciudades que marcaron mi carrera fueron Tokio, en Francia todos los Zeniths, el Palacio de Versalles, además en el Forest National de Bruselas y el Teatro de la Fenice en Venecia. Eran públicos culturalmente distintos, pero siempre nos recibían con mucha emoción.
Pero para llegar a estar ahí frente a todo ese público, en el imponente Teatro Bunka Kaikan, por ejemplo, la travesía no fue fácil. Muchos sacrificios, trabajo, dedicación y decisiones definitorias se esconden detrás del momento único cuando, frente a miles de personas, saludas desde el escenario justo antes de que caiga el telón.
Llegué por el maestro de danza Asari Plissetski. A él siempre le gustaba venir a ver el Ballet Nacional de Cuba en España. En el año 1996 estando de gira en Barcelona me hizo la primera proposición de viajar a Suiza y hacer una audición para el Béjart Ballet Lausanne. En ese momento dije que no. Ya fue en el año 1997 después de haberme hecho la misma proposición que decidí terminar mi compromiso con el BNC y aceptar el reto de bailar en el Béjart, aunque debo decir que era un salto a lo desconocido. El 30 de septiembre llego a Suiza directamente a la sede de la compañía y algo que nunca olvido de ese momento fue cuando tuve a Béjart frente a mí y tuve que bajar la vista porque su mirada con esos ojos azules penetrantes me impactó. Más adelante hice la audición y muy pronto tuve mi contrato con el Béjart Ballet.
Durante mi proceso de adaptación algo que me ayudó fue observar a una de las antiguas bailarinas para conocer el estilo de la compañía. Como todo proceso empecé por el cuerpo de ballet a pesar de que Maurice no tenía una estructura jerárquica en la compañía. Ya más adelante con los años fui adquiriendo experiencia y nos fuimos conociendo, descubriendo hasta que me confió roles principales.
Para Maurice Béjart la danza, la creación, eran un espacio de intercambio fluido e inclusivo. Los bailarines no eran meros intérpretes de una pieza previamente compuesta, sino que contribuían con sus experiencias y emociones a la obra colectiva desde la propia concepción. “Un mínimo de explicación, un mínimo de anécdotas y un máximo de sensaciones” solía decir.
Yo siempre digo que cuando estábamos Maurice y yo con los otros bailarines era como un conocimiento. Él me conocía. Yo lo conocía. Él me transmitía esa energía. Entrábamos en ese mundo con cuatro paredes y era una hora de conocimiento. Él se inspiraba también en los bailarines para sus creaciones y se basaba en la personalidad de cada uno y eso era lo que les daba fuerza a sus ballets y los hacía únicos.
En más de una ocasión Catherine hizo referencia, no con poca admiración, a los ojos de Maurice. Al llegar a Laussane, cuando allá por los noventa lo conoció personalmente, no le pudo sostener la mirada y luego, dice: Maurice te conocía de solo mirarte a los ojos, te leía. Imagino ahora la oponente figura del maestro galo con sus ojos profundamente azules y toda la sabiduría de una vida intensa a través de la mirada que escudriñaba en el otro. Una mirada capaz de sacar, incluso, aquellos detalles de la personalidad hasta entonces desconocidos por sus propios interlocutores. Imagino a Catherine frente a él, toda atenta, entregada, dispuesta a dejar correr su imaginación y con ello abrirse, crear, crecerse en cada puesta en escena.
Y yo diría que era yo cuando estaba bailando con Béjart. Sí, lo puedo decir así. Era mi persona. Maurice sacaba mi personalidad y yo me reconocía en ella. Yo descubrí una parte de mi bailando y trabajando con él.
En aquel momento, ante ese comentario, que considero una confesión, continué dándole vueltas a la idea del bailarín como parte activa dentro de la concepción de la obra y me preguntaba cómo sería la experiencia en otro tipo de colectivo, en otra compañía, de ballet clásico, por ejemplo. Para Catherine que pudo moverse en ambas escuelas, se hace casi imposible una comparación.
Pienso que era distinto porque como te dije ya lo clásico es algo que está hecho desde hace muchos años. Sin embargo, cuando trabajas con coreógrafos en mi caso con Béjart a pesar de utilizar las mismas ejecuciones de pasos se hace con un estilo propio y eso cambia toda la visión del movimiento.
Foto cortesía de la entrevista
Catherine se formó en el Ballet Nacional de Cuba, y decir eso es lo mismo que afirmar que se formó en la escuela cubana de ballet. Sí, el BNC no es sólo una compañía de ballet prestigiosa, es una escuela, lo que en el mundo de la danza significa haber creado un estilo, una manera propia de bailar, de interpretar y de enseñar el ballet. Con escasos 17 años Catherine ya era parte de la compañía. Allí aprendió la rigurosa técnica del ballet clásico y el estilo de una de las compañías de ballet más reconocidas en el mundo. Durante el tiempo que bailó para el BNC tuvo la oportunidad de subir al escenario e interpretar entre otros, roles como el de Odette y Odile en El lago de los cisnes. Hasta hoy, muchos seguidores del ballet recuerdan su interpretación virtuosa sobre las tablas del Gran Teatro de La Habana en uno de los clásicos coreográficos de la danza mundial. Muchos recuerdan también que ha sido de las pocas mujeres mulatas o negras que llegaron a primeras figuras de la compañía dirigida por la Prima Ballerina Absoluta Alicia Alonso.
Pero yo pienso que el ballet clásico ha guardado ese estilo que las mujeres tienen que ser altas, delgadas. Entonces nosotros, nuestra raza africana tiende a que seamos un poquito más voluminosas, que no tengamos el pelo lacio y eso puede que sea un poco, no mal visto, pero que no entra en el estereotipo de la bailarina clásica. Yo no estoy de acuerdo con eso. Creo que una Caridad Martínez hubiera hecho perfectamente el rol de primera bailarina. Sí, puede ser que te encuentres con una negra con un físico como una blanca. Las hay, pero son la minoría. Cuba es un país de raíces africanas y no se puede permitir que bailarines con talento dejen de brillar porque no encajan en esos estereotipos que comentaba.
En Cuba el tema ha sido, por años, invisibilizado hasta que en el 2019 una entrevista en la televisión cubana de Miguel Cabrera, historiador del BNC, suscitó la polémica. Cabrera es considerada una voz imprescindible en los estudios de la danza en Cuba y su carrera ha estado siempre muy ligada al Ballet Nacional de Cuba. Nadie mejor que él conoce las interioridades de la institución, quizás por ello aquella conversación en el programa con “Dos que se quieran” explotó como pólvora, al tratar el tema de la escasa inclusión de figuras negras en la nómina del BNC y donde Cabrera utilizó el término azul al referirse al color de la piel de Andrés Williams, primer bailarín del BNC allá por los ochenta del siglo pasado. Las redes sociales estallaron en aquel momento y se avivó el debate sobre el racismo en la prestigiosa institución y en la sociedad cubana.
El racismo en el ámbito del ballet, como en muchas otras esferas de la vida, suele ser sutil y muchas veces enmascarado en situaciones que pueden pasar desapercibidas. En esta conversación con Catherine reflexionamos también sobre el hecho de que hasta hace muy poco las bailarinas de piel oscura debían maquillar sus puntas, como se les llama a las zapatillas de ballet clásico, para hacer disimular un tanto las diferentes tonalidades. Desde niñas aprenden que ante cada presentación o ensayo deben dedicar casi media hora a colorear las puntas para que no se note el contraste con su piel y así las líneas del cuerpo se vean perfectas en escena. Finalmente, una empresa británica lanzó al mercado hace unos años las puntas de tonalidades oscuras y con ello ha situado en la opinión pública nuevamente el tema del racismo hacia el interior del ballet, evidenciando que es posible ofrecer una alternativa más inclusiva para los artistas.
Yo también maquillaba las puntas porque en esa época no existían puntas de mi color como existen ahora, producidas en Estados Unidos o Inglaterra.
Cuando habla de su familia, Catherine se anima mucho, en especial cuando cuenta algo relacionado con sus hijos. Con el nacimiento del primero de los dos niños, ella estaba en la mejor etapa de su carrera, consolidándose como Primera Solista en el Ballet Béjart por allá por el año 2010. Fue una alegría inmensa experimentar la maternidad, pero también un gran desafío teniendo un trabajo tan exigente que la mantenía fuera de casa por semanas.
Me reincorporé a los tres meses de haber parido. El nació en septiembre y yo empecé en enero. Para mí dejarlo e irme a trabajar fue muy un horror. Tenía esa culpa de mamá de dejarlo e irme a seguir bailando. Yo pienso que él no sufría tanto porque estaba chiquitico. Era yo quien sufría mucho con esa culpa. Imagínate, me iba para China hasta por 15 días. Y yo al principio me decía, no, no puedo, pero así pasó el tiempo.
El tiempo pasó, como dice la letra de aquella canción y en el año 2014 Catherine tuvo su segundo hijo. Fue entonces cuando decidió terminar el contrato con el Ballet Béjart de Lausanne y dedicar más tiempo a su familia.
Me dije, no puedo. No estoy a 100 porciento en ninguna de las dos partes. Ni 100 porciento con el ballet ni 100 porciento con mi familia. Tenía que escoger. Y ya poco a poco estaba cansada y los niños te exigen y tenía muchas ganas de estar junto a ellos, de hacer esa vida más tranquila.
Imagino que en aquel momento, con un excelente estado físico y con una experiencia profesional de calibre internacional, habrá recibido más de un reproche al poner una pausa indefinida a su carrera. Pero quiero creer que muchos habrán entendido también su decisión. Si bien es cierto que la maternidad no es un imperativo para la mujer, dar amor a aquellos que concebimos o que tenemos bajo nuestro resguardo, quiero creer que sí lo es.
Luego de casi más de un año de aquella primera conversación con Catherine en Renens, planeamos un reencuentro en Lausanne, esta vez sin tormenta, pero con una llovizna pertinaz que no cesaría durante todo el día, ni al día siguiente, ni al otro, ni al próximo. Catherine me esperaba puntual en la entrada de la Estación Central y mientras, por los altavoces, se anunciaba la salida y la llegada de algún tren, miraba de vez en vez el teléfono. Mi tren se había retrasado unos minutos. Nos saludamos, con la torpeza de quien se ve en estos tiempos de Covid e intenta ser cariñoso y precavido al mismo tiempo y salimos a la calle evadiendo tanto a transeúntes como a los tranvías que a esa hora se juntaban en la intersección.
Esa tarde del verano más lluvioso de los últimos años, cruzamos la vía principal y entramos a un café bastante popular entre la juventud universitaria de la ciudad. Eran poco más de las dos y estaba aún tranquilo. El joven encargado nos sugirió una mesa justo en la esquina, un tanto alejada del posible murmullo y desde donde se divisaba la calle y la fachada de la estación de trenes. Esta vez Catherine pidió un té y yo un café.
Cuando yo dejé el ballet en el 2015 necesitaba descansar, además de los niños. Yo me dije, hago un descanso y busqué opciones entre las que tuve la de profesora de ballet clásico e instructora de streching postural que es un método muy rico y muy completo que ahora yo me doy cuenta que si lo hubiese conocido antes me hubiese servido mucho cuando estaba bailando. Ahora me lo apropié y lo uso mucho también en mi entrenamiento personal. Y así un día sentí la sensación de volver a las tablas. Me decía a mi misma Cathy tú puedes. Y surgió así de nuevo el deseo. Empecé a tomar clases. Luego tuve la proposición de un muchacho que el proyecto se dio el año pasado. Él me dijo si quería que me creara algo y yo le dije que sí. Comenzamos a ensayar, pero se frenó todo un poco por el Covid. Igualmente seguimos trabajando. Yo seguí entrándome y lo estrenamos en el verano pasado. Fue un proyecto bonito e interesante, pero yo sentía que todavía no era mi momento.
Pero ahora la vibra es completamente distinta. Entonces contacté a un colega mío y le dije por qué no creamos algo juntos. Yo tenía una música que me gustaba mucho, que me tocaba el alma de algo que estoy viviendo ahora. Cuando la escuché supe que era la música con la que yo quería hacer algo.
Catherine parecía en esta ocasión más animada que la última vez que la vi. Sus ojos brillaban de una manera especial y el desenfado típico en ella era ahora tan natural y contagioso que daban ganas de reír y conversar con ella todo el día.
Soy la misma sin ser yo porque en estos momentos humildemente lo digo, me conozco, me valoro, se lo que quiero y para conocerse hay que saber quién soy, como soy, a donde voy y con quien voy. Y cuando sabes esto tú puedes ir muy alto. Y yo creo que fue lo que me paso a mí, los miedos se fueron y empecé a ver las cosas en otra dimensión.
Nadie mejor que una misma para saber cuándo ha llegado tu momento. Nadie mejor que una misma para sentir ese segundo exacto donde puedes comenzar a moverte, ir removiendo tu capullo, estirar tus extremidades y tus alas para, finalmente, echar a volar. Con “Renacer”, su actual proyecto coreográfico, Catherine profundiza no sólo en esa búsqueda personal sino también en nuevas formas, sensaciones y relaciones con la danza. Descubre que se siente bien en contacto con el suelo y explora éstas y otras infinitas posibilidades de crear.
Y Lausanne es una ciudad de un encanto especial cuando la tarde está por caer, sobre todo cuando llega ese instante del día donde el sol se esconde tímido detrás de las montañas. Incluso, en una tarde lluviosa de agosto, Lausanne y Catherine sonríen con su gracia habitual. Mientras, afuera, la llovizna cae, irremediablemente, como casi todos los días de esta temporada estival.